UNA CÁRCEL A CIELO ABIERTO
L
as Claritas, el centro poblado más cercano al principal reservorio de oro de Venezuela es como una cárcel a cielo abierto. Decenas de personas, familias enteras, ocupan las aceras y duermen hacinadas unas sobre otras, en hamacas o en el suelo. Algunos utilizan plásticos negros para construir ranchos. A la vista de todos, abunda toda clase de negocios
ilícitos: tráfico de alimentos, medicinas y combustible, sin que los agentes de los cuerpos de seguridad lo impidan. Del mismo modo que los militares no entran a las cárceles venezolanas, tampoco entran a Las Claritas.
WILLIAM URDANETA
EN LAS CALLES DE LAS CLARITAS SE PERCIBE EL CAOS DERIVADO DEL ABANDONO ESTATAL DE LA ZONA
En la polvorienta calle principal, las aguas negras fluyen de las tuberías rotas
y forman nauseabundos pantanos que se agigantan los días de lluvia, y que la
gente trata de esquivar, como esquiva el enjambre de motorizados, camiones
y vehículos destartalados por el deterioro del asfalto.
El ambulatorio de Las Claritas, ubicado en el sector Ciudad Dorada, es una
suma de espacios totalmente vacíos. Apenas en uno de ellos se atienden a los
pacientes con paludismo, enfermedad que ahora resurge como una epidemia
que, precisamente, desde los pueblos del sur del estado Bolívar se ha
propagado a toda Venezuela.
Los constantes apagones silencian el vallenato y la bachata que animan una actividad comercial incesante. Como no hay alumbrado público, al caer la tarde el lugar se hace más lúgubre. La policía del municipio Sifontes, cuyo alcalde es miembro del partido opositor La Causa R, Carlos Chancellor, no se ve por ningún lado; ni de día ni de noche. La gobernación del estado Bolívar, encabezada por Francisco
Rangel Gómez, un general y militante del partido de gobierno con 12 años en
el cargo, tampoco brinda suficiente seguridad. La presencia de la policía del
estado se reduce a puestos de control móviles, no permanentes e integrados
por apenas media docena de funcionarios en la calle principal de Las Claritas.
En los extremos del pueblo están permanentemente instalados dos puestos de
la Guardia Nacional Bolivariana. Los militares, en la alcabala de la entrada, se
muestran excesivamente rigurosos en la inspección de los vehículos que por
allí transitan. Sin embargo, cualquiera de los habitantes de Las Claritas, como
los camioneros reunidos en un comedor llamado “El Rincón del Gandolero”,
cuentan las estrategias que utilizan para burlar la extorsión: “Así como le
pagamos vacuna al Sindicato, le pagamos vacuna a los militares. Si llevas
cualquier mercancía que a ellos les interese, como cemento o bloques para la
construcción, tienes que negociar. O te quitan parte de la mercancía o te
exigen dinero. Igual sucede con los mineros, pero en su caso la vacuna que le
deben pagar a los militares es parte o todo el oro que intenten sacar de Las
Claritas. Por eso, la mayoría de los mineros queda obligado a vender su oro al
Sindicato”, asegura uno de los hombres mientras come de un plato que se
desborda: lengua de res en salsa, arroz, huevos, vegetales, plátanos, caraotas y
arepa.
A la salida de Las Claritas, en el kilómetro 88 de la carretera Troncal 10, está la
única estación de servicio de la zona. Aunque Venezuela es uno de los mayores
productores de petróleo del mundo, las colas para abastecerse de gasolina se
extienden por cientos de metros y los conductores deben esperar entre 6 y 12
horas. “A veces perdemos el tiempo, no llega el combustible o se acaba antes
de que todos podamos comprar los 30 litros diarios que se permiten”, se queja
uno de los afectados.
Los militares tienen a su cargo y de manera exclusiva la distribución en la
estación de servicio y también se muestran estrictos en el ejercicio de esa
función. Pero tales controles son evidentemente burlados, pues en la calle
principal de Las Claritas, en los pocos espacios libres que quedan en las
aceras, proliferan los vendedores ambulantes de gasolina. Lo venden al mejor
postor. Cobran entre 10.000 y 12.000 bolívares por cada cinco litros, a pesar de
que el precio regulado por el gobierno es de apenas 6 bolívares por litro.
WILLIAM URDANETA
EL CONTROL MILITAR DE LA VENTA DE GASOLINA ES BURLADO A LA VISTA DE TODOS
Todo lo que se comercia en Las Claritas está determinado por la lógica del
mercado negro. El precio de venta del oro lo fija, a modo de cartel, el
Sindicato: 90.000 bolívares el gramo. Quien intente sobrepasar esta tasa, es
maltratado o asesinado. Así lo confirman los miembros del Sindicato
encargados del cumplimiento de tales normas, por ejemplo cuando responden
a las alertas que reciben vía radio: “Ya vamos para allá. A ese que se está
comiendo la luz, le vamos a caer a palos para que sea serio. Y si se pone
cómico, lo sacamos del medio”.
A finales de marzo de 2017, el precio internacional de la onza troy de oro era
de 1.285 dólares. Cada onza troy equivale a 31,1 gramos. Aunque el comercio
del metal en Las Claritas se realiza sin mayores formalidades (apenas se
requiere una balanza), la equivalencia implica que el sindicato establece un
precio de 2.799.000 bolívares por onza troy, es decir aproximadamente 700
dólares calculados a precio del mercado paralelo de la divisa.
Los alimentos que escasean en el resto del país se consiguen en Las Claritas
sin limitaciones, pero a precios exorbitantes. Las medicinas que tampoco se
encuentran en las farmacias de toda Venezuela, incluso aquellas que requieren
los pacientes con enfermedades crónicas y antibióticos, son ofrecidas en
variedad de marcas y presentaciones por vendedores ambulantes, pero sin la
menor higiene y a un costo de hasta 30 veces por encima del regulado por las
autoridades. Félix García, uno de los expendedores de medicamentos, dice sin reparos que todo lo que vende se lo traen de Caracas.
En Las Claritas se puede comprar cualquier cosa, desde unas alpargatas hasta
un Iphone. La efervescencia del mercado negro se complementa con imágenes
impensables en otro pueblo o ciudad de Venezuela: las personas utilizan bolsas
plásticas que dejan ver los paquetes de billetes de 100 bolívares que requieren
para hacer transacciones domésticas. Casi todos los comercios tienen
máquinas de contar billetes y los que compran oro (en la calle principal se
puede ver el identificado con el número 228), ofrecen transferencias gratis a
todos los bancos.
De la aparente abundancia en Las Claritas sacan provecho hasta los
indigentes. Claudia Nieves, una mujer de 32 años y sus tres hijos de 7, 5 y 2
años de edad se acercan a una venta de empanadas a pedir limosna. El día
anterior llegó a Las Claritas procedente de San Félix: “Me vengo con mis
muchachitos porque no tengo con quien dejarlos. Paso una semana pidiendo
colaboración y llego a recoger dinero suficiente (Bs. 500 mil) para comprar un
bulto de arroz, otro de pasta, otro de azúcar y cereal y pañales para mi hijo
más pequeño... Me ofrecieron trabajo como cocinera en las minas, pero no me
aceptan con mis hijos. Y no los puedo dejar porque siempre están enfermos
con gripe y ronchas en la piel”.